martes, 8 de octubre de 2013

COMO NACIERON LOS MONASTERIOS Y MONJES




El Imperio experimenta hacia el siglo III una profunda crisis externa (crecimiento de la amenaza persa y presión de los pueblos germánicos) e interna (guerra civil, inestabilidad política y económica) que casi lo lleva a la ruina. Los emperadores intentan eliminar los factores de división y estrechar los vínculos entre los habitantes del imperio por medio del culto imperial. Aunque afirmaban claramente su lealtad, los cristianos se negaban a entrar en esas perspectivas. Los cristianos participan como ciudadanos en todo, pero no están dispuestos a adorar a nadie fuera de Dios: Somos de ayer y ya hemos llenado toda la tierra y todo lo que es de ustedes: las ciudades, las islas, las plazas fuertes, los municipios, las aldeas, los mismos campos, las decurias, los palacios, el senado, el foro; ¡tan sólo les hemos dejado los templos! /.../ Vivimos con ustedes, tenemos el mismo alimento, el mismo vestido, el mismo género de vida que ustedes; estamos sometidos a las mismas necesidades de la existencia. No somos brahmanes o fakires de la India que vivan en los bosques o anden desterrados de la vida (Tertuliano, Apologética 37 y 42).

Sin embargo la cosa no es tan simple. Existían prohibiciones impuestas por la Iglesia a los candidatos al bautismo, por las cuales no podían servir al ejército ni ejercer funciones públicas. La Tradición Apostólica de Hipólito excluye del bautismo al magistrado y al soldado ya que ambos tarde o temprano se encontrarán en situaciones que los llevarían a un conflicto interior, participando de ceremonias oficiales idolátricas o dictando sentencias de muerte o matando en combate: El que sea sacerdote de los ídolos o guardián de los ídolos tendrá que cesar en su oficio o será rechazado. El soldado subalterno no matará a nadie. Si recibe orden de hacerlo, no la ejecutará y no prestará juramento. Si se niega, será rechazado. El que tiene el poder de la espada o el magistrado de la ciudad, que lleve la púrpura, cesará en su oficio o será rechazado. El catecúmeno o fiel que quieran hacerse soldados serán rechazados, porque han despreciado a Dios (Tradición Apostólica 16).



Mientras fueran pocos, esto no tenía consecuencias. Pero cuando aumentó el número de cristianos y empezó a ser problemática la defensa de las fronteras, todo se complicó.

Por eso varios emperadores comenzaron a elaborar una legislación anticristiana para el conjunto del imperio, y no ya la ejecución arbitraria de personas aisladas sin ninguna ley que lo justificara. Hasta entonces los cristianos eran hallados culpables de todos los desórdenes producidos (incendios, revueltas). Las condenas hacían bajar la tensión en una opinión desfavorable (como en el caso de Nerón) y ofrecían víctimas para los juegos del anfiteatro.

Septimio Severo quiso detener el crecimiento de las agrupaciones religiosas prohibiendo el proselitismo judío y cristiano bajo pena de graves castigos. En otras palabras, el catecumenado era ilegal y los cristianos quedaban fichados por la policía (202). De este modo padecen el martirio en Cartago Perpetua y Felicidad (embarazada de ocho meses), que son catecúmenas y reciben el bautismo en la cárcel (año 203). Mientras daba a luz en medio de gemidos, uno de los verdugos le dijo: "Si ahora gimes, ¿qué harás cuando te entreguen a las fieras, que has incitado contra ti al negarte a sacrificar?". Felicidad le respondió: "Ahora soy yo la que sufro. Pero entonces habrá en mí otro que sufrirá por mí, porque yo sufriré por él". Felicidad dio a luz una niña, que fue adoptada por una cristiana (Acta del martirio de Santas Perpetua y Felicidad). El emperador Maximino hizo morir a miembros del clero en el 235 para debilitar a la Iglesia.
En un imperio amenazado desde afuera en sus fronteras, el emperador Decio quiso asegurarse la lealtad de los civiles en la retaguardia. En el 250 todos los ciudadanos tenían que sacrificar a los dioses del imperio y pedir un certificado de haberlo hecho. Tal es el origen de la primera persecución general contra los cristianos. No sucedía como en otras ocasiones que se buscaba calmar la furia popular con unas cuantas víctimas: esto era un plan sistemático. Si muchos sufrieron el martirio, también muchos sacrificaron, ya que la persecución los sorprendió después de un período de tranquilidad. Cipriano, obispo de Cartago, describe estas deserciones que turbaron profundamente la vida de la comunidad africana: No esperaron ser detenidos para subir a sacrificar, ni a ser interrogados para negar su fe (Sobre los caídos 8). Vuelta la calma, las comunidades se dividieron sobre la conducta a observar con los que habían sacrificado y deseaban volver a la Iglesia. Cipriano recomienda no tener indulgencia, pero sí otorgar el perdón si se muestra arrepentimiento mediante una dura penitencia: Les ruego hermanos que cada uno de ustedes confiese su delito mientras el delincuente está todavía en este mundo, mientras su confesión puede ser admitida, mientras la satisfacción y perdón, administrado por los sacerdotes, es acepto ante el Señor. Convirtámonos al Señor con toda el alma y, expresando con verdadero dolor el arrepentimiento de nuestro crimen, imploremos la misericordia de Dios (Sobre los caídos 29).

En esta época algunos cristianos, en lugar de apostatar, huyeron al desierto con idea de volver cuando regresara la paz, pero la experiencia de la soledad los decidió a quedarse. Comprobaron que la dura vida llevada allí les permitía ser tan héroes como los mártires: así como estos entregaban su vida sangrientamente de una vez, ellos lo hacían incruenta y cotidianamente. Era un martyrion (testimonio) que se prolongaba de por vida. El más famoso de ellos es Pablo en Egipto, que huyó a la Tebaida. Es considerado el primer ermitaño.


Valeriano quiso lograr la unidad del imperio contra los persas. Los cristianos se le presentaban como un cuerpo extranjero. El año 257, el emperador tomó medidas contra el clero, prohibió el culto y las reuniones en los cementerios. Al año siguiente murieron los que se negaron a sacrificar. El obispo de Roma, Sixto, y su diácono Lorenzo, sufrieron el martirio. También le toca la misma suerte a Cipriano. Detenido por dos oficiales del procónsul y conducido a las afueras de Cartago, compareció al día siguiente ante el tribunal de Galerio, que lo sometió a nuevo interrogatorio: "¿Eres tú Tascio Cipriano?". "Lo soy". "¿Eres el pontífice de la secta sacrílega?" "Lo soy". "Los sacratísimos emperadores te ordenan que sacrifiques". "Yo no lo hago". "Reflexiona". "Haz lo que se te ordena. En cosa tan justa no hay lugar a reflexionar". Galerio pronunció entonces con pena su sentencia: "Tascio Cipriano es condenado a morir decapitado". El santo replicó con serenidad: "Bendito sea Dios". En seguida se dirigió, escoltado por soldados, al lugar de la ejecución. Al llegar el verdugo, hizo entrega a éste de 25 piezas de oro. El verdugo temblaba, y no podía empuñar la espada con firmeza. Al fin, animado por el mismo mártir, hizo un esfuerzo y derribó de un golpe mortal a la ilustre víctima" (Del Acta del martirio de s. Cipriano, 3-6).


La captura y muerte de Valeriano a manos de los persas fue visto por los cristianos como un castigo del cielo. Después de estas persecuciones el emperador Galieno publicó un edicto de tolerancia en el 261. Durante 40 años la Iglesia no será importunada por el poder civil. Aunque todavía no se había logrado aclarar totalmente la situación legal, pues el cristianismo seguía siendo una religión prohibida, se dio un reconocimiento de hecho que permitió a la Iglesia actuar abiertamente y hacer uso de sus propiedades. Puede, pues, hablarse de una primera paz de la Iglesia, que permitió una difusión mayor del cristianismo, realizando grandes progresos tanto en extensión como en profundidad.


Pero esta tranquilidad es, sin embargo, un motivo de pérdida de calidad entre sus miembros. Ante el enfriamiento del fervor primitivo numerosos cristianos intentaron volver al ideal original tal como lo ven encarnado en la vida de Jesús. Algunas mujeres (las vírgenes) y algunos hombres (los ascetas) se dedicaron exclusivamente al ejercicio de las virtudes (ascesis) en el seno de su propia familia. Este ideal de vida consistía en: practicar la castidad perfecta; mantenerse alejados de los lujos; no participar de las diversiones de la vida pagana; dedicarse a las obras de caridad. Ingresaban en este estado de vida mediante una promesa realizada en presencia del obispo.


Pero este modo singular de vida cristiana no comenzó en esta época, sino que tuvo antecedentes desde el siglo II. Ya entonces la práctica de la castidad y la pobreza les concedía libertad para afrontar el martirio durante las persecuciones y para esperar más ansiadamente la parusía, consciente de que el tiempo es corto (1 Co 7,29). Su consagración no era un fin en sí mismo, sino un medio para progresar en la santidad. Según el apologista Anaxágoras los ascetas son hombres y mujeres que encanecen en la virginidad dentro de nuestras comunidades para unirse más íntimamente a Dios (Súplica en favor de los cristianos 30).


De este modo se hizo cada vez más patente la distinción entre dos estilos de vida posibles en el seno de la Iglesia: El primer género supera la naturaleza y la conducta normal, no admitiendo matrimonio ni procreación, comercio ni posesiones; apartándose de la vida ordinaria, se dedica exclusivamente, inundado de amor celestial, al servicio de Dios... El de los demás es menos perfecto... Para ellos se determina una hora para los ejercicios de piedad, y ciertos días son consagrados a la instrucción religiosa y a la lectura de la ley de Dios (Eusebio de Cesarea, Demostración evangélica I,8). Así como algunos ascetas huyeron al desierto durante la persecución, otros lo hicieron directamente para vivir mejor su consagración. Se alejaron primero de sus familias y luego de las ciudades: se hicieron solitarios (gr. monakhoi). Al respecto, esto se dice de uno que dejó corte imperial en Roma: El padre Arsenio, cuando aún estaba en el palacio, rogaba a Dios diciendo: "Señor, enséñame el camino de la salvación". Y oyó una voz que decía: "Arsenio, huye de los hombres y te salvarás" (Apotegma de los padres 87).


En el desierto vivían una vida de oración contínua, trabajo para su mantenimiento, y ayuno. Allí encontraron dos elementos favorables para ocuparse de las cosas de Dios: silencio y soledad. No se ocupaban ya de los negocios seculares, y sentían que las molestias soportadas en ese ambiente inhóspito las podían sufrir por Dios: Preguntado el padre Ammonas sobre cuál era el camino estrecho y áspero respondió que era el forzar los propios pensamientos y cortar los propios deseos por causa de Dios. Que equivale a lo de: "Hemos dejado todo y te hemos seguido" (Apotegmas 123A). Solían instalarse alrededor de un solitario monje anciano y experimentado, al que consultaban y llamaban Abbá, Padre. Con el tiempo estos grupos llegaron a constituir verdaderas colonias monásticas, siendo las más famosas las de los desiertos egipcios de Escete, Nitria y la Tebaida. Allí tenían en común la sinaxis (gr. reunión: la celebración de la Eucaristía) y algún encuentro para alguna festividad.


El ejemplo más célebre de huída de la vida fácil es Antonio, que se establece en los desiertos de Escete y Nitria: Haciéndose fuerza, Antonio se marchó a las tumbas que había lejos del pueblo. Hecho esto, encargó a un conocido suyo que le llevase pan para muchos días. El mismo entró para quedarse en una de las tumbas (Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio 8,1).

No hay comentarios:

Publicar un comentario